El blog “Pasión por el Cine” ha solicitado la opinión de diferentes cineastas, críticos y actores respecto a las películas estrenadas en 2008. Entre otros, han contestado Nacho Cerdá, Jordi Costa, Sebastián D’Arbó, Jesús Palacios, Debbie Rochon, Eduardo Rodríguez Merchán, Luis M. Rosales, Manuel Tallafé, Enrique Villén…
Ésta es la respuesta de Carlos Atanes:
“La visita más feliz de este año a una sala de cine fue la que experimenté gozando de Habrá Sangre, conocida en España por el ingrato título de Pozos de ambición (Paul Thomas Anderson, 2007). No pude al verla ni ahora al rememorarla dejar de emparentarla con mi favorita del año pasado (amén de Tideland) El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford.
El motivo para emparentarlas no es único sino diverso: describen escenarios cercanos entre sí, paisajes estadounidenses de comienzos del S. XX y finales del XIX, el tiempo en el que personajes con la piel muy dura y las suelas muy gastadas, cabalgando a despecho de la inexorable ola civilizatoria sobrevivían o medraban en los postreros días de un limbo de alegalidad, forjando a base de tiros y martillazos los que serían los mitos fundacionales del inminente imperio cultural y económico americano.
Comparten también, la de Anderson y la de Andrew Dominik, interpretaciones actorales soberbias, bandas sonoras de pasmo (de Johnny Greenwood la primera, colocada siempre a “contrapelo” en el montaje, de Nick Cave y Warren Ellis la segunda), una violencia patética, descarnada e hiperrealista, unos escenarios casi táctiles, y secuencias antológicas dignas de ser colocadas en el Louvre bajo las alas de la Victoria de Samotracia: el incendio del pozo en la primera y la última media hora de la segunda, por desgajar sólo dos ejemplos. Pero comparten sobre todo una sabiduría cinematográfica que me retrotrae a los tiempos de los grandes directores clásicos, de Ford, Hawks y Huston, y también de Kubrick, de una sobriedad y una poesía muy raras hoy en día, asentada sobre unos guiones de hierro que trituran hasta el hueso y pulverizan esa frivolidad de los principios divulgados y aceptados hasta la náusea de la estructura formal de guión “correcto”. Esto las convierte en obras de un clasicismo marmóreo dotadas al mismo tiempo de una potencia innovadora inédita en nuestros días (precisamente como los clásicos de antaño en los suyos), perturbadora y no apta para espectadores estresados. Y todo esto me reconcilia (si es que alguna vez me irreconcilié) con el cine americano, que demuestra una vez más no sólo su superioridad incontestable en la fabricación de productos convencionales, que para eso dispone de una industria engrasada y un viejo quehacer artesanal fuera de toda duda, sino que puede permitirse el lujo, y se lo permite cuando le viene en gana, de saltarse sus propias lecciones (tan reverenciadas y mal imitadas por sus alumnos), para dar saltos mortales y sublimes en una vanguardia que dábamos por muerta y sepultada. La originalidad aún es posible, y a lo grande.
Diría lo mismo, y más, de Tideland, pero la vi el año pasado, se me ha pedido que hablase de una película y si me descuido acabo hablando de tres”.
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